dilluns, 16 de gener del 2017
dilluns, 2 de gener del 2017
Jaume Canet Bosch, masover de ca l'Antoja
Iglesia
de Santa Coloma de Sasserres actualmente, donde se celebró la boda |
BAILANDO
CON LAS PARCAS
El domingo 7 de abril de 1839 Jaume se levantó
más temprano de lo habitual. Aquel iba a ser un gran día ya que se reunirían
muchos familiares y amistades que vivían en masías cercanas. Los últimos meses habían sido intensos. En el
pueblo habían corrido rumores que llegaron a sus oídos y además se acercaba el
tiempo de la cosecha así que tomó una decisión: con 39 años se casaría por
segunda vez. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando contrajo matrimonio la primera
vez tenía sólo 14. Sin embargo, entonces las circunstancias eran muy distintas:
su madre había muerto dos años antes y los hermanos varones habían fallecido al
poco de nacer por lo que él era l’hereu. Quedaban algunas hermanas que irían dejando
la casa paterna al casarse con hereus de otras masías con lo que la familia
tendría que aportar una dote. Le advirtieron que era muy joven, pero el
matrimonio era la única solución para unirse a una mujer que le ayudara a tomar
las riendas de la masía, les Solanes, y empezar a tener hijos que con el tiempo
colaborarían al trabajo duro del campo junto a su padre ya mayor. María, su
primera esposa, aunque contaba 15 años el día de la boda ya tenía la
experiencia necesaria que había adquirido trabajando duro con sus padres que
eran molineros en el mismo pueblo.
Aquellos primeros años, Jaume y María, se hicieron
adultos sin percatarse. En aquella alcoba en la que Jaume se estaba preparando
para su segunda boda, María y él habían compartido mucho calor, mucho silencio y
mucha muerte. Antes del primer año de matrimonio María ya estaba encinta de su
primera hija, Catherina, y luego vinieron siete partos más, dos de ellos de
gemelos, pero cinco de los diez hijos murieron al nacer o poco después.
Jaume trabajaba codo con codo con su padre,
Pere, quien le inculcó el principal valor que le había de guiar toda su vida: ser
digno del patrimonio de la familia que recibió de sus antepasados y para ello tenía
que trabajar y procrear. Poco después de la muerte de su padre, Jaume decidió
cambiar de masía desde el aislado mas Solanes a la masoveria de Ca l’Antoja que
estaba muy cerca de la iglesia de Sant Andreu, núcleo de las masías que
formaban el disperso pueblo de Castellcir. Aunque trabajar aquellas tierras era
más duro, ya que los campos bordeaban la cabecera del rio Tenes y la mayoría de
las mañanas el frío y la humedad se calaban por todas partes, compensaba tener
mucho más cerca el mercado de Moià donde podían vender cereales y otros
productos que recolectaban.
A pesar de la tristeza acumulaba por la muerte
de tantos niños durante 20 años, María se sintió feliz cuando recibieron la
petición de mano de Catherina, la hija mayor que entonces contaba 17 años, con
el hereu del mas Bosch. Las familias ya hacía un tiempo que lo habían acordado.
Pero María se derrumbó cuando unos días después del compromiso nupcial la parca
cortó el hilo de la vida de Catherina tras varios días de calenturas que no cedieron.
La imagen de la joven de piel blanquecina inerme en su lecho sumió a María en
un profundo desánimo. Desde entonces María iba saliendo cada vez menos de la
masía, se fue despreocupando de las tareas de la casa y del cuidado de los
demás hijos. Las noches en la alcoba se tornaron frías y Jaume añoraba aquel
calor fogoso que compartieron de casados siendo todavía adolescentes. Tuvo que
emplear dos criadas que llevaran la casa y cuidaran a María y Coloma, las dos
niñas pequeñas, Francesca una mujer mayor y afable de Collsuspina y desde hacía
dos años la joven Mariana. Mientras, sus dos hijos, Josep y Ramón, ya tenían la
edad para trabajar con él en las labores de la masía.
El día después del día de los difuntos de 1838
hacía mucho frio y había escarcha por doquier. Jaume ayudado por sus hijos
estaba roturando la tierra con el arado tirado por una yunta de dos bueyes para
preparar la siembra en uno de los campos cercanos a Ca l’Antoja. De repente oyó
unos grititos agudos y giró la cabeza. Vio a las dos niñas que corrían hacia
donde estaba y gritaban al unísono:
─ Pare, pare!!! Heu de venir a casa ràpid. La mare no parla.
Hacía días que María apenas comía ni se
levantaba del lecho matrimonial. Mariana, la sirvienta, permanecía a su lado
todos los ratos que no tenía otros quehaceres domésticos. Jaume y sus hijos
salieron corriendo y al llegar a la masía subieron velozmente los peldaños. Al
entrar en el dormitorio conyugal vio a María con los ojos cerrados y le dijo
con voz trémula:
─ María, què et passa?─ No hubo
respuesta. En su lugar Mariana con una voz débil dijo:
─ Senyor, avui, des de que la he vist de bon matí no ha obert els ulls. Deia
coses que no entenia però des de fa una estona només li sento la respiració.
Jaume acercó su cara hasta los labios de
María. Todavía notaba el aliento de su respiración. Le cogió de las manos y en
aquel momento María susurró:
─ Catherina
Jaume se dirigió a Josep, el hijo mayor, y le
dijo con voz apresurada:
─ Josep ves corrent fins
a la rectoria i digues a mossèn Anton que vingui el més ràpid possible i que
porti el viàtic. La mare se’ns en va i ha de rebre els sagraments. Ha d’estar
en pau.
Entonces Mariana se apartó y Jaume se sentó
abrazando a las dos niñas, María y Coloma, llorosas. Ramón, el segundo hijo, se
colocó en el otro lado del lecho.
Al poco rato empezaron a oír desde lejos un
tintineo de campanillas que se iba acercando a la casa. El mossèn con
vestimenta litúrgica de color morado iba acompañado de dos monaguillos. Uno,
delante llevaba una cruz y el segundo a su lado iba tocando las campanillas
mientras el sacerdote, envuelto con el velo humeral que cubría el cáliz que
contenía la hostia consagrada, entonaba plegarias. Detrás se habían añadido a
aquella improvisada procesión algunas mujeres vecinas del pueblo al saber lo que
estaba sucediendo en Ca l’Antoja. Todos ellos fueron entrando a la casa y
subieron hasta la habitación donde yacía María. El cura se acercó hasta el
lecho, levantó la capa, se santiguó y acercó el crucifijo a la boca de María.
Todos los presentes también se santiguaron. A continuación sacó la hostia del
cáliz y ayudado por Francesca, que abrió la boca de María, la depositó en su
lengua. Después uno de los monaguillos le acercó la crismera que contenía los
óleos y mientras el sacerdote empezaba a
recitar “per istam
sanctan unctionem et suam piissimam misericordiam….” unció la frente y las manos de María.
Pasaron unas horas hasta que anocheció.
Algunas mujeres de la familia se quedaron para acompañar la vela. Jaume no se
movía y estaba atento a la respiración de María que era cada vez más lenta. El
resto de los presentes entraban y salían en completo silencio. En un momento
dado, María hizo una respiración profunda que se oyó por toda la casa, y a
continuación un estertor. Después, silencio. Transcurridos unos minutos Jaume
recostó su cabeza en ella. Estaba desolado, no podía creer que después de 24
años María, en quien buscó el soporte para crear una familia, le dejara con
cuatro hijos. ¿Por qué Dios le había trazado aquel destino plagado de muerte?
Se sintió tremendamente abatido.
En unos instantes todas las mujeres presentes,
sin mediar palabras, se pusieron a la labor de preparar el cadáver. Mientras
Jaume se apartaba los demás hombres con las niñas pequeñas bajaron a la cocina
donde Francesca y Mariana habían preparado comida caliente para todos. Era más
de media noche y unos candiles iluminaban tenuemente la estancia. Algunos de
los allegados se habían quedado para velar a la muerta vestida con las mejores
galas que le habían puesto antes de que el cuerpo se quedara rígido. Las niñas
ya dormían. Jaume se dirigió a Mariana y le dijo en un tono de agotamiento:
─ Ves a descansar. Tots estem molt cansats. La senyora
t’hagués agraït tot el que has fet per ella.
Después Jaume bajó y salió al exterior y
empezó a andar hacia el bosque. La humedad era intensa y permanecer quieto
resultaba muy desagradable. Los pensamientos de Jaume peleaban contra impulsos
primarios. La muerte, aunque la había tenido cerca muchas veces, en este caso,
la de María, le dejaba muy inquieto. Los últimos años habían sido difíciles por
el ensimismamiento de su mujer. Sentía ganas de vivir pero también asfixia. A
través de la ventana del piso donde estaba la habitación de la difunta se
distinguía una luz mortecina. Lo demás era silencio y oscuridad profundos.
Pasado un rato regresó lentamente a la masía y
cerró el portón. Al fondo del pasillo de la planta baja había una puerta hacia
donde se dirigió. Se detuvo y dudó. Sudaba a pesar del frío. Acercó la mano al
pomo que cedió y lentamente fue abriendo la puerta que emitió un sordo chirrido.
En el interior había un camastro y encima de una mesita una vela se estaba
extinguiendo. Bruscamente Mariana se giró sobre su lecho, miró en dirección a
la puerta y distinguió en la penumbra a Jaume que cerraba lentamente la puerta
y se le acercaba. Mariana se incorporó un poco y con una faz temerosa y a la
vez sorprendida solo pudo decir con voz trémula:
─
Senyor, no!
Todo esto había sucedido hacía cinco meses y
ahora sentía que su vida empezaba de nuevo. Todavía era oscuro y hacía mucho frio.
Jaume despertó a Josep y Ramón, sus hijos. Encendieron el fuego de la cocina y calentaron
leche de cabra, que tomaron en pie y en silencio, además de un pedazo de pan de
espelta, queso y una loncha de tocino regados con vino de un porrón. Con la luz
de candiles se dirigieron a la cuadra a dar de comer a los animales. No podían
entretenerse, la ceremonia sería al mediodía y tenían que desplazarse hasta
Santa Coloma de Sasserres, a una legua de distancia, lo cual les tomaría casi
una hora. Regresaron a la casa cuando la luz del día empezaba a clarear. La
criada, Francesca, ya estaba trasteando por la planta baja de la masía mientras
daba el desayuno a las dos pequeñas, María y Coloma.
Jaume subió a su habitación. Cerró la puerta y
se sentó en la cama que desde hacía 5 meses ocupaba en solitario. Luego se
acercó a la jofaina, la llenó de agua y tras despojarse de la camisola se lavó.
Jaume esperó un rato antes de vestirse con el traje que iba a lucir en la boda.
Al finalizar bajó y las niñas se quedaron sorprendidas al verle vestido de una
manera que jamás habían visto antes. Una camisa blanca sin cuello, encima un
chaleco del que de un bolsillo colgaba una cadena, pantalones de color marrón
sujetos con una ancha faja de color rojo, espardenyes, americana y una
barretina. Eran las 10 y el sol empezaba a calentar tímidamente. Los hijos mayores
ya tenían preparados los dos carros con los que irían juntos hasta Santa Coloma.
Francesca con una amplia sonrisa al verle descender las escaleras se le acercó
y le dijo:
─ Senyor feu molt goig. Segur que la senyora quedarà
molt complaguda.
Y a continuación le entregó un ramillete de
pequeñas flores silvestres que él daría a la novia.
Con suficiente antelación llegaron a la iglesia.
El sol brillaba y alrededor del gigantesco roble cercano al templo se estaban reuniendo
los invitados. Descendieron de los carros y Jaume empezó a saludar entre
sonrisas y encajadas de mano. Se sentía feliz. De reojo miró a la casa de’n
Giol desde donde saldría la novia acompañada por su padre y que en breve cruzarían
el amplio prado que se extendía hasta la bonita ermita. Jaume se adelantó hasta
el pórtico de la iglesia acompañado por las dos pequeñas que lucían unos
vestiditos blancos que les cubrían hasta los tobillos y unas cintas en el pelo.
Algunos invitados ya estaban dentro. Los de la familia Canet ocupaban los
asientos del lado derecho. Se dirigió a la pila bautismal donde mojó sus dedos
con agua bendita y se persignó. Luego se acercó al altar central donde había
dos grandes candelabros, un misal reclinado en un atril y pequeños ramilletes
de flores e hizo una genuflexión. Mossèn Isidre cubierto por una casulla blanca
le recibió y Jaume le besó la mano. Intercambiaron unas palabras y se quedó de
pie mientras las dos niñas se mantenían a su lado. Al poco empezó un bullicio y
observó cómo los invitados entraban atropelladamente a la parroquia. El momento
que ansiaba desde hacía días llegó. Mariana estaba atravesando el portal vestida
elegantemente con una falda azul rematada con una faja, un corpiño, una
mantellina blanca que le cubría la cabeza y la mano derecha apoyada en el brazo
de su padre. Se dirigieron hacia el altar mientras Jaume la contemplaba.
Mariana Solasagales, la criada de ca l’Antoja,
fue mi tatarabuela. A los 9 meses de la
boda con Jaume tuvo su primera hija, Cecilia, y le siguieron nueve partos más,
uno de ellos de gemelas. El cuarto hijo de Mariana fue Pau que sería el futuro
hereu de la familia y mi bisabuelo. Así pues mi tatarabuelo tuvo un total de 21
hijos entre María y Mariana. Cuando contaba 63 años tuvo su último hijo, al que
puso también por nombre Jaume. La parca le concedió a Jaume, mi tatarabuelo, el
privilegio de cortar el hilo de su vida a la venerable edad de 74 años y
durante esta longeva vida, para la época, no perdió la fogosidad para, a pesar
de vivir la muerte tan cerca, seguir trabajando y procreando, tal como su padre
le había inculcado. Jaume murió habiendo cumplido el papel que el destino le
había deparado como hereu de una masía de un pequeño pueblo rural del interior
de Catalunya.
Comentarios al relato
El relato está inspirado en personajes de mi familia
con sus nombres reales. Los hechos fundamentales están documentados. En la
documentación parroquial del cumplimiento pascual de 1839 Mariana no consta
como “muller” y aquel año Pascua cayó a finales de marzo, por tanto si la boda
tuvo lugar a partir de abril, como relato, cabría la posibilidad de que al
casarse Mariana estuviera embarazada. Lo que si sé es que el primer hijo, una
niña llamada Cecilia, nació a primeros de enero de 1840, por tanto entre la
muerte de María y el nacimiento del primer hijo del matrimonio con Mariana pasaron
solo 14 meses. A medida que fui atando cabos a través de otros documentos, supe
que Mariana Solasagales ya era sierva de la familia 2 años antes de que muriera
María. Jaume Canet Bosch fue mi tatarabuelo nacido a finales del siglo XVIII.
Como digo en el relato se casó por primera vez a los 14 años y entre los dos
matrimonios tuvo un total de 21 hijos, aunque la mayoría fallecieron
prematuramente. Yo desciendo del segundo matrimonio; Mariana la criada fue mi
tatarabuela. Los sucesos así como la vida en la masía y la boda en Santa Coloma
los he inspirado visitando los lugares reales, consultando documentos
parroquiales, leyendo estudios de cómo se vivía allí hace casi 200 años y
poniendo imaginación. Me interesaba más recrear lo que debió sentir mi
tatarabuelo y que su decisión fue pragmática. Viudo con 38 años, un personaje
fogoso que tuvo tantos hijos, y con varios hijos a cuidar la mejor opción era
casarse con la criada, 16 años más joven. Incluso Mariana era más joven que el
hijo mayor de Jaume, Josep. Solucionar la logística familiar lo antes posible y
la tentación de una mujer joven al tener a Mariana tan cerca debió influir a
casarse rápido. Ello no resta que Jaume pudiera sentir culpabilidades. El
relato intenta explicitar la ancestral relación entre muerte y reproducción.
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